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jueves, 6 de abril de 2023

STEVE JOBS

Perú, Tacna, 06 de abril de 2023.

filosofodetacna, dice: Publico esta biografía interesantísima, de un ser humano que a pesar de la adversidad, su destino lo llevó a vivir en un barrio de hombres brillantes en las ciencias y el estudio matemático. 
Todo empezó, cuando hace unos meses me crucé en la calle Inclán de Tacna con un amigo, que ahora es catedrático de la especialidad de Ingeniería de Sistemas en la Universidad Nacional "Jorge Basadre Grohmann" de Tacna, con quien conversamos de temas familiares, hasta que agotado el tema, le espeté: ¡Sabes quién  inventó el teléfono Táctil? Ante lo cual respondió: Fue inventado por un grupo de científicos. Yo le respondí: Eres mentiroso, lo inventó STEVE JOBS. Entonces, ¿Que enseñas a los estudiantes? 
Luego le pregunté si sabía la biografía de STEVE JOBS: Me respondió que no sabía. Le comenté que el invento llegó a su mente durante un retiro espiritual en un Templo de Meditación ZEN ubicado en una montaña en un bosque de Estados Unidos...
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NOTA DEL EDITOR: Marcelino Elousa
 Conocí a Steve Jobs a finales de 1980, cuando los dos teníamos 25 años, con motivo de la salida a Bolsa de Apple. Un equipo de cuatro estudiantes del MBA de Stanford, en el que ahora solo recuerdo que estaba también Frank Quattrone (que después se convertiría en el banquero de Silicon Valley), habíamos valorado Apple y lo discutimos personalmente con Steve. No me acuerdo muy bien de los números, creo que los bancos colocadores ofrecían solo 16 dólares por acción cuando nosotros calculábamos un valor en torno a 30. Finalmente consiguió que subiesen su oferta hasta 22. El primer día la cotización superó nuestras predicciones y las plusvalías obtenidas generaron un enriquecimiento de aquellos bancos hasta un punto que mis compañeros y yo considerábamos excesivo especialmente después de que hubiesen estimado tan a la baja las acciones de Apple. Sí es cierto que aquellas tasas de crecimiento y múltiplos eran completamente inéditas y que el número de empleados e inversores iniciales que se hicieron millonarios fue increíble, de hecho, esa OPV señaló el despegue de la industria del capital riesgo. Recuerdo claramente la decisión de Steve y su lección. Su frase fue más o menos: «todos tenemos que ganar y, con esta operación, yo ya gano mucho, no hay que quererlo todo». La frase española de que "El último duro que lo gane otro", se queda un poco corta.
Esta biografía refleja ese espíritu de buscar también el beneficio del otro y de tener una óptica de largo plazo, de cambiar lo que se debe cambiar y de aceptar lo que no se puede cambiar y de distinguir bien lo uno de lo otro; además de otros rasgos más conocidos como su espíritu emprendedor, su carácter innovador, su capacidad de sorprender y de dar al consumidor incluso lo que no sabe que puede llegar a querer y de combinar la sencillez del diseño con la riqueza de nuevas posibilidades y, sobre todo, su capacidad de encaje de las dificultades de la vida, de superación personal, de volver a inventarse, de tener éxito en las diferentes etapas de su vida profesional. Desde el discurso en la graduación de Stanford quería publicar su historia y cuando recibí el manuscrito de Daniel Ichbiah con un título tan cercano a mis ideas como "Las cuatro vidas de Steve Jobs", supe que la búsqueda había terminado. Su objetividad e independencia equilibran el sentimiento de admiración e incluso cariño que muchos sentimos por Steve Jobs. Estamos muy orgullosos de poder poner en tus manos esta obra por su calidad y por poder incluir la información actualizada hasta los últimos días de un hombre cuyo prestigio y reconocimiento irá creciendo aún más con el paso del tiempo. 
         Frankfurt, 12 de octubre de 2011
                                                   
                                                     Marcelino Elosua
                                         Fundador de LID Editorial Empresarial         

                Índice
El espejo roto de la inocencia
            PRIMERA VIDA: LA BÚSQUEDA
01. Salida en falso
02. Woz
03. Conciencia
             SEGUNDA VIDA: LA GLORIA
04. Mi pequeña empresa
05. El Apple II
06. El millonario más joven de América
07. Los Piratas del Macintosh
08. La revolución de Mac
09. La caída de Steve
TERCERA VIDA: LA ODISEA
10. NeXT
11. Desencantos
12. La resurrección
CUARTA VIDA: LA CUMBRE
13. La vuelta a Apple
14. Música
15. Iphonemanía
16. Apoteosis
                            
Pueden leer la obra completa aquí:    Las cuatro vidas de Steve Jobs

Mi resumen: Su padre biológico de origen sirio y su madre biológica estadounidense. Su nombre verdadero Abdul Lateef Jandali
                                

Auténtico hasta la médula, nunca rindió cuentas a nadie. Al contrario, siempre se expresó tal y como era, diciendo lo que quería como quería, en una actitud que en ocasiones le salió cara.  

Junto a la casa de su infancia creció un émulo de Da Vinci, un proyecto de beatnik barbudo llamado Steve Wozniak, cuya genialidad será determinante más adelante.

En la universidad, se rindió ante una nueva pasión no menos sensual y exclusiva: la búsqueda de la iluminación espiritual. Jobs recorrió las carreteras de la India con Dan Kottke, otro estudiante como él, y juntos asistieron anonadados a la procesión de decenas de miles de hombres desnudos, que venidos de las altas montañas llegan para lavar su alma en las aguas del Ganges.  

En 1977 experimentó una metamorfosis asombrosa. Encontrar su camino le ayudó a liberar una energía inesperada. Trabajó duro para crear Apple, lanzar el Apple II y, más tarde el Macintosh. Comenzó su segunda vida, cuyo ascenso caótico le llevaría hasta el mismo firmamento donde, de tanto acercarse al sol, terminó quemándose las alas. Todo sucedía quizá demasiado de prisa. Junto a Wozniak, su amigo de la infancia y paladín absoluto de la tecnología, fabricó su primer ordenador y juntos se pusieron a trabajar en su primera obra maestra, el Apple II.  

Computadora personal: Apple II

Aquel chico de aspecto hippy, algo que siempre asumió sin vergüenza, era capaz de arrastrar a financieros trajeados y conseguir que pusiesen dinero pese a la aprensión inicial provocada por su forma de vestir. 

El Apple II les convirtió en ricos y famosos. A los 25 años es el millonario más joven de EE.UU. Conoció la gloria, las ovaciones y las peleas de los medios por hacerse con unas declaraciones suyas. Y sobre todo, disfrutó del momento. Hasta que surgió una nueva búsqueda que capturó su alma. Durante una visita a los laboratorios de investigación de Xerox, vio la luz y, en una fracción de segundo, imaginó un futuro en el que arte e informática convivían y se reforzaban mutuamente: el ordenador desde la perspectiva de la estética. Su nuevo objetivo tuvo dimensiones globales: ¡el Macintosh cambiaría el mundo! Ni más ni menos.  

Computadora personal: Macintosh, utilizaba el mouse.

A pesar de ello, Jobs no se conformó con aspirar a la belleza, sino que maduró una perfección digna de Miguel Ángel. No se trataba de un deseo superficial, su idea tenía que aplicarse con perfección, no con intolerables aproximaciones. Sus ingenieros ponían el grito en el cielo ante sus pretensiones, como cuando, en 1977, pidió que los circuitos de la placa base del Apple II tuviesen una distribución rectilínea, sin importarle la increíble dificultad que aquello entrañaba. La perfección estaba presente hasta en el más mínimo detalle.  

Para crear el Macintosh, Jobs se rodeó de un equipo de personajes únicos que llegaron hasta allí a través de implacables procesos de selección. Un año y medio antes, durante una conferencia en el Instituto Smithsonian, explicó que «es doloroso no poder contar con los mejores del mundo y mi trabajo consiste precisamente en eso, en deshacerme de quienes no están a la altura». 

El equipo Macintosh, una banda de marginales sublimes que juntos trabajaban de forma separada del resto de Apple: lo suyo es la revolución. 

La epopeya de Macintosh se desarrolla en condiciones homéricas. Ignoraban la opinión mayoritaria, sorteando obstáculos que otros estimaban insuperables. Más que un proyecto tecnológico, aquellas peripecias parecían las aventuras vividas por Francis Ford Coppola durante el rodaje de Apocalypse nowSin embargo, resultaba casi imposible imaginar a Andy Hertzfeld o Randy Wigginton, dos de esos rebeldes por naturaleza, dar lo mejor de sí en cualquier otra circunstancia.  Hertzfeld, impulsado por las demandas de sus compañeros de equipo, desarrolló la interfaz del Macintosh sin escatimar horas ni creatividad y aceptando de buen grado las novatadas periódicas del capitán de aquella extraña nave.  Soberbio e impetuoso, Jobs actuaba a su antojo e intervenía hasta en los mínimos detalles de su Gioconda particular. En una ocasión, se presentó sin avisar, en el despacho de Andy Hertzfeld, un inconformista con una trayectoria accidentada y, sin rodeos, le anunció que desde aquel momento formaba parte del equipo Macintosh. «Genial», contestó Hertzfeld, «dame un par de días para que termine un programa del Apple II y allí estaré». «¡No hay nada más importante que el Macintosh!», decretó Jobs, al tiempo que desenchufaba el ordenador de Hertzfeld, lo metía en una caja y salía hacia el aparcamiento. Andy iba corriendo detrás, protestando contra el absolutismo de su nuevo jefe. Así era Jobs, dedicado en cuerpo y alma a las causas que emprendía y sin entender de otros compromisos.

El Mac, finalmente, fue lanzado en enero de 1984 en medio de una lluvia de alabanzas. Jobs contrató al director de moda, Ridley Scott, (el éxito de Blade Runner aún estaba caliente) para hacer un impactante y audaz anuncio que, pese a las reservas de los miembros más conservadores del consejo de administración, invadió por sorpresa las pantallas de millones de hogares americanos. Nacía la era Macintosh. 

Jobs había levantado una fortificación como se construyen las catedrales, piedra a piedra, animado por un sentido de la perfección sin compromisos. Su trayectoria en Apple desprendía un olor novelesco: desafíos, victorias y golpes teatrales en una segunda vida que se convertía en una epopeya inolvidable. Los mejores años de nuestra vida.  

Sin embargo, nada más descubrir su grial y alcanzar la gloria, el suelo se hundió bajo sus pies. Y la traición fue especialmente dolorosa porque quien la orquestó fue John Sculley, a quien él mismo había contratado para que tomase las riendas de Apple.  

En sus memorias, Sculley explicaría que su decisión era la única opción para impedir que Jobs hundiera Apple (¿cómo podía haber imaginado las consecuencias?) pero Jobs jamás perdonaría a quien le echó de Apple como si fuese un criminal. Empezaba su tercera vida.  

Cual Don Quijote, se enfrentó a los molinos y luchó para salvar a una Jerusalén ya liberada. Fundó NeXT, un proyecto aún más ambicioso que el anterior, una pirámide que tendría que abandonar a su suerte bajo el sol del desierto. Intentó remontar el vuelo, pero sus deseos de venganza nublaban su visión de la realidad.  

Pasado el tiempo, Jobs admitiría que su extremismo le perjudicó en ocasiones, pero en el fragor de la batalla era incapaz de controlar su genio. Por ejemplo, en 1988 reunió a los representantes de las principales universidades de EE.UU. para presentarles NeXT e intentar formalizar los miles de pedidos necesarios para seguir adelante. A mitad de la jornada, descubrió que alguien había olvidado prepararle su menú vegetariano y, furioso, canceló el plato principal de todos los invitados. Aunque sus colaboradores más próximos trataron de hacerle entrar en razón, prefirió dejar sin comer a sus clientes potenciales antes de cambiar de opinión.  

A principios de 1993 se sumió en un estado de desolación al contemplar cómo sus sueños se hacían pedazos. Un insoportable día de febrero, los bienes de NeXT eran saldados para pagar a los acreedores. Por un momento, temió quedarse anclado para siempre en un pasado de gloria.  

Y justo cuando ciertos cronistas malintencionados empezaban a afilar sus lápices para dibujar su obituario, el viento cambió para una salvación en el último minuto. Una de sus pasiones secundarias, la animación en tres dimensiones por ordenador, propició un viaje tumultuoso por océanos desconocidos de los que Jobs emergía como un nuevo Colón, arribando a tierras desconocidas y tomando posesión de ese Nuevo Mundo. La resurrección surgió donde nadie lo esperaba y el triunfo de Pixar le devolvió el centro de todos los focos. Toy Story le salvó la vida.  

El giro de los acontecimientos le colocó en un lugar privilegiado hasta que, ironías de la historia, le toco acudir al rescate de Apple. Una gélida mañana de enero de 1997, con el corazón en un puño, Jobs regresó a las oficinas de Apple, su antiguo reino, una década después de haber sido desterrado. La nostalgia y el recuerdo de su epopeya personal se apoderaron de él. El rencor casi había conseguido que olvidase su amor por Apple.  

Ya no era aquel joven impetuoso. A sus 42 años había sufrido todo tipo de altibajos y su alocada juventud había quedado atrás, como una telenovela en tonos sepia que se desvanecía al ritmo que clareaba su antaño frondosa cabellera. También había alcanzado cierta estabilidad al encontrar a la mujer de su vida, tan hermosa como prudente, vegetariana y budista como él, y que le había dado dos preciosos hijos. Conocer la gloria, morder el polvo y volver a saborear las mieles del éxito le habían hecho grande. Siempre movido por su aspiración a la belleza, aprendió a ver las cosas en perspectiva.  

Los brillantes años que habrían de venir estuvieron salpicados por estrellas fugaces que, aun así, supieron hacerse (y hacerle) un hueco en la historia de la humanidad: iMac, iPod, iPhone, iPad… 

iMac
iPod
iPhone

iPad

Steve Jobs vivió de forma trepidante, cambiando nuestra manera de entender la tecnología. La misma semana en la que se rumoreaba que Apple presentaría la esperada quinta generación del iPhone, y que al final fue una reingeniería del iPhone 4 bajo el nombre de iPhone 4S, Steve Jobs fallecía y dejaba huérfano al mundo de su talento. Sólo el impacto mediático de la noticia sirve para explicar quién fue y qué significó el hombre que supo ver el futuro antes que el resto.

 

Primera vida: La búsqueda  

Salida en falso 

01 

 

Los dados cayeron sobre la mesa. Uno quedó en equilibrio sobre una arista, invalidando los puntos; otro salió disparado tan lejos que no hubo quien lo encontrase. Los tres restantes mostraban un uno, un tres y un dos. Sin duda no eran los mejores presagios para Steve Jobs, que llegó a la vida con mal pie un 24 de febrero de 1955, hijo de unos padres que no le esperaban y que decidieron dar la espalda a sus obligaciones. Por fortuna, no todo estaba perdido: su oportunidad cobró forma en una pareja que, sobre todas las cosas, deseaba ese hijo que la naturaleza les negaba. 

Antes de abandonarlo a su suerte, su madre biológica impuso algunas condiciones antes de entregarlo a su suerte, cual Moisés sobre el Nilo. Quería que el niño al que no iba a ver crecer tuviese ciertas garantías en su vida y para ello se reservó la custodia definitiva hasta estar segura de que su familia adoptiva le daría estudios universitarios. Tal vez pueda parecer una exigencia mezquina. Si tanto se preocupaba por el futuro de su hijo ¿por qué no se ocupaba ella misma de su presente? Pero ella sólo quería que le diesen las armas necesarias; ya se abriría paso él a codazos y se buscaría un sitio entre la multitud. Algunas décadas después, con la sabia distancia necesaria, Jobs recordaría sus inicios explicando que hay situaciones que requieren únicamente de tiempo para poder entenderlas adecuadamente. «La magnitud de las consecuencias de nuestros actos no se puede medir en el presente. Las conexiones aparecen después e ineludiblemente terminan afectando al destino. Llámalo destino, karma, o simplemente el curso de la propia vida, da igual, lo importante es creer que ese algo existe. Esa actitud siempre me ha funcionado y ha gobernado mi vida». En efecto, aquel 24 de febrero de 1995 la suerte le sonrió, aunque aún no pudiese valorar cuánto. Desde su infancia sí que lo supo. Crecer en la soleada California ante un océano que invita a la aventura es un privilegio que estimula a aprovechar al máximo las oportunidades de futuro. Doce años más tarde, el movimiento hippy instalaría su feudo en la iluminada urbe de San Francisco y, poco después, Silicon Valley verá emerger el géiser de la microinformática. 

Jobs llegó tarde a la revolución cultural de los sesenta, pero se sumergió en ella con naturalidad, abrazando con intensidad el sueño de un mundo mejor y el deseo de cambiar las cosas. También desarrolló una pasión sin límites hacia la tecnología, su nueva hada madrina que le aportó sus primeras satisfacciones y una sensación precoz de autoestima, con la seguridad de que le devolvería centuplicado todo lo que ella le estaba dando. Sin embargo, en 1955 los habitantes de San Francisco tenían otros motivos de preocupación bien distintos. Estados Unidos atravesaba una época dorada, apacible en general y marcada por un estilo de vida derivado de las ventajas del progreso. Sin embargo, una amenaza surgía en el horizonte, un viento de rebeldía que soplaba entre los contoneos del joven Elvis Presley, capaces de conmocionar a las adolescentes en una ola que, en aquel momento, únicamente arrasaba entre las jovencitas. Jobs disfrutaba de un entorno familiar privilegiado, sin duda preferible al que le habría podido ofrecer su madre biológica. Los Jobs eran una familia ejemplar y, por mucho que les costara llegar a fin de mes, se propusieron dar todo su amor y sabiduría a los retoños que habían adoptado. A lo largo de su juventud y hasta la creación de Apple, Jobs encontró en sus padres adoptivos un apoyo continuo y afable. ¿Qué mejor tesoro para un espíritu desorientado, en perpetua interrogación, ultrasensible e incómodo en su piel?  

«He tenido suerte», dijo Steve Jobs en 1995. «Mi padre, Paul Jobs, fue un hombre realmente excepcional. No tenía estudios. Se incorporó a la Guardia Costera del ejército en la Segunda Guerra Mundial y transportaba a las tropas por el mundo para el general Patton. Siempre se metía en problemas y le descendían continuamente a soldado raso». Dos años después, pronunciaría unas palabras muy emotivas en      memoria de Paul¹. «Espero poder ser un padre tan bueno para mis hijos como lo fue mi padre para mí. Pienso en ello todos los días». Su historia, que empezó en falso, se encaminó hacia la apoteosis. Como dice un proverbio chino que Jobs tuvo siempre muy presente, el viaje es la recompensa. En su caso, y sin que nadie lo supiera, Ariadna había tejido un hilo para ayudarle a salir del laberinto. Steve Jobs nació en plenos años 50. La América conservadora no había sufrido aún el arrebato catódico del frágil Elvis Presley y el rock and roll, y mucho menos los sobresaltos de la contracultura. Los maridos ganaban el dinero que entraba en el hogar mientras sus esposas mantenían la casa como los chorros del oro y criaban a unos hijos muy formalitos. Los domingos se dedicaban a lavar el coche y cortar el césped. Nadie osaba apartarse de los convencionalismos por «el qué dirán» y la vida parecía apacible y tranquila. De hecho, muchos cineastas desde Steven Spielberg hasta George Lucas recurrirán en el futuro con nostalgia a la plácida atmósfera de esa década. Así que podemos imaginar el escándalo que suponía que una joven soltera que apenas había cumplido los 23, Joanne Carole Schieble, estuviese embarazada, una situación empeorada por el hecho de que el padre no era un americano de buena familia (lo que tal vez hubiera aliviado su desliz) sino de origen sirio. Joanne se había enamorado de su profesor de Ciencias Políticas, Abdulfattah Jandali, en la Universidad de Wisconsin. Ante la frontal oposición de su padre, que incluso había amenazado con desheredarla, decidió ocultar su embarazo y trasladarse a California para dar a luz y buscar a unos padres adoptivos.  El bebé nació el 24 de febrero. Al conocer el sexo del niño, los padres elegidos (una familia de abogados) torcieron el gesto porque esperaban una niña y, sintiéndolo mucho, anunciaron que no se harían cargo de la criatura. Joanne tuvo que conformarse con la segunda pareja en la lista de espera: un quincuagenario, Paul Jobs, y su mujer Clara. En plena noche, los Jobs recibieron una llamada: «Tenemos un bebé. Es un niño. ¿Lo quieren?». No lo dudaron ni un segundo. Sin embargo, Joanne no estaba del todo convencida. Los nuevos padres adoptivos eran de clase media y su posición económica distaba de la de una familia de abogados. En palabras de Steve Jobs, «cuando mi madre biológica descubrió que mi madre adoptiva no tenía ningún título universitario y mi padre ni siquiera había terminado la secundaria, se negó a firmar los documentos definitivos de la adopción durante varios meses, hasta que mis padres la prometieron que me mandarían a la universidad». El destino dio un giro curioso para Joanne Carole Schieble y, aquellas navidades, se casó con su profesor en Green Bay (Wisconsin). Aunque el matrimonio únicamente duró siete años, en junio de 1957 los Jandali tuvieron un segundo hijo, una niña llamada Mona. Mientras, el pequeño Steve crecía en California, sin saber que tenía una hermana. Los Jobs vivían en una casita del extrarradio sin demasiados lujos. Clara trabajaba como contable y Paul era operario de maquinaria en una fábrica de lásers. Cuando Steve cumplió cinco años, su madre decidió coger un segundo trabajo cuidando niños para poder pagarle las clases de natación². Al poco tiempo, decidieron adoptar un segundo hijo, una niña llamada Patty. En 1960, la familia se trasladó de San Francisco a Mountain View, en el corazón de lo que sería Silicon Valley y Jobs se quedó completamente anonadado por una región que le parecía el paraíso gracias a un valle salpicado de exuberantes jardines y huertos. El aire era tan puro que las casas y las colinas se veían nítidamente desde la lejanía.  Al pequeño Steve le fascinaba la destreza de su padre adoptivo, «un artista con las manos» como recordaría después, y era capaz de pasarse horas mirándole cortar madera y clavarla sobre el banco del garaje. Un día en que su retoño tenía seis años, Paul dividió en dos el banco y le dio una parte a Steve. «¡Ahora tú también tienes un banco de trabajo!». De paso le regaló varias herramientas y le enseñó a usar el martillo y la sierra. «Dedicó mucho tiempo a enseñarme a construir cosas, desmontarlas y reensamblarlas»³. Sin embargo, Steve no era lo que podía decirse un chico listo y, aunque manifestara una actividad superior a la media, sus actos revelaban cierta dispersión. Por ejemplo, sus padres tuvieron que llevarle en dos ocasiones a urgencias, una para que le hicieran un lavado de estómago después de tragarse una botella de insecticida y otra por haber introducido una broca en una toma de corriente. Su madre le había enseñado a leer en casa así que, cuando Jobs empezó el colegio, tenía la esperanza de que ante sí se le abría un mundo de conocimiento listo para ser explorado. Sin embargo, su relación con la autoridad docente no salió bien parada porque  «rechazaban toda la curiosidad que había desarrollado por naturaleza». Con siete años, la crisis de los misiles de Cuba, el 16 de octubre de 1962, le afectó fuertemente. «Me pasé tres o cuatro noches sin pegar ojo porque tenía miedo de no despertarme si me quedaba dormido. Creo que entendía perfectamente lo que estaba pasando, como todo el mundo. Nunca olvidaré el miedo y, de hecho, no se ha desvanecido del todo. Me parece que todo el mundo experimentó lo mismo en aquella época»⁴. Un año después, a las tres de la tarde del 22 de noviembre de 1963, otro acontecimiento le sobrecogió. En la calle alguien gritaba que acababan de asesinar a Kennedy. Sin saber por qué, era consciente de que Estados Unidos había perdido a una de sus grandes figuras históricas.  El colegio cada vez se le hacía más cuesta arriba. Para matar su aburrimiento, se dedicaba con un compinche, un compañero de clase llamado Rick Farentino, a sembrar el caos tirando petardos en los despachos de los profesores o soltando culebras en mitad de las clases. Más tarde confesaría, emocionado, que si consiguió evitar la cárcel fue sólo gracias a la sagacidad de una profesora de cuarto de primaria, la señorita Hill, que encontró la manera de canalizar la energía desbordante de aquel alborotador de nueve años ofreciéndole cinco dólares y un pirulí gigante a cambio de que se leyese de cabo a rabo un libro de matemáticas. Picado por la curiosidad, Jobs se entregó a los estudios y descubrió la pasión por aprender hasta el punto de saltarse el último curso de la escuela elemental y acceder al instituto un año antes de tiempo. Llegado a su adolescencia dos son sus máximas influencias: la contracultura hippy y la tecnología. Embebido en la música rock de The Doors y The Beatles, y los poemas caprichosos del intrigante Dylan, la ola contestataria que estaba tomando forma no podía sino atraer a un chico como él, preocupado ya por darle un sentido a la vida. «Recuerdo mi niñez a finales de los 50 y principios de los 60, una época muy interesante en Estados Unidos. El país se encontraba en una época de prosperidad tras la Guerra Mundial y todo parecía estar regido por la corrección, desde la cultura hasta los cortes de pelo. Los años sesenta suponen la diversificación: surgieron nuevos caminos por todas partes y ya no había sólo una forma de hacer las cosas. En mi opinión, América era aún un país joven que estaba teniendo mucho éxito y que sufría una aparente ingenuidad»⁵. El artista a quien más admiraba era Bob Dylan. Sabía de memoria la letra de todas sus canciones, pero, sobre todo, le impresionaba su facilidad para cambiar de piel, como cuando decidió integrar las guitarras eléctricas en su música ante el enfado de parte del público que le había encumbrado, amantes de la música acústica y que, durante sus conciertos, le abucheaban al grito de «¡Vuelve a ser tú mismo, traidor!». Aun así, el autor de Like a rolling stone no se dejaba impresionar e ignoraba a sus detrac-tores. Que le quisieran o no era la menor de sus preocupaciones. «Dylan nunca se quedó estancado. Los artistas buenos de verdad siempre llegan a un punto en el que pueden seguir haciendo lo mismo toda la vida, pero si continúan desafiando al fracaso seguirán siendo artistas. Dylan y Picasso siempre han actuado así»⁶. Jobs era francamente infeliz en el instituto de Mountain View y pronto empieza a canalizar esa frustración a través del rechazo a acatar las normas. Sin embargo, un día siente que ya no puede más y le planta un ultimátum a su padre. «¡No pienso seguir estudiando si tengo que volver a poner los pies en ese instituto!»⁷. El adolescente hacía gala de una firme determinación, así que su padre reaccionó con magnanimidad y, fiel a la promesa que había hecho a Joanne Schieble, decidió apoyarle y buscar una educación más adecuada. Para ello, la familia se traslada a Los Altos, no lejos de Mountain View. Steve aumenta su asistencia a clase en el Instituto Homestead pero, sobre todo, conoce a personas importantes en el vecindario. Su entusiasmo por la tecnología se lo debía a su padre, que con frecuencia acudía a los desguaces para adquirir vehículos abandonados por cincuenta dólares, repararlos y venderlos a estudiantes⁸. Jobs empezó a interesarse por la electrónica para poder echarle una mano. «Muchos de los coches que arreglaba tenían una parte electrónica. Él me enseñó los rudimentos y enseguida me empezó a interesar»⁹. Fascinado por los aparatos de todo tipo, Steve interrogaba sin descanso a su padre adoptivo y sometía a un intenso cuestionario a cualquiera que pareciese dominar la electrónica si venía a cenar con la familia. Larry Lang, un ingeniero de Hewlett-Packard, vivía varias casas más abajo en su misma calle. Era un forofo de la técnica y radioaficionado en su tiempo libre así que un día, para sorprender a los niños que jugaban en la calle, instaló un micrófono y un altavoz conectados a una sencilla batería en el pasillo de su casa. Jobs y los otros críos se divirtieron hablando en el micro, disfrutando de la sorpresa de escuchar su voz amplificada e intentando en vano comprender cómo podía crearse aquel efecto. Estupefacto, corrió de vuelta a casa directo a buscar a su padre. —Me habías dicho que no se podía dar más potencia a la voz sin un amplificador. ¡Me has mentido! —Claro que no —le respondió Paul—. ¡Es imposible! —¡Pues un vecino ha podido! Ante la incredulidad de su padre, Jobs le llevó al lugar de los hechos y, deseoso de aprender más cosas, enseguida entabló amistad con aquel émulo del señor Q, el inventor de los artilugios de James Bond. Por suerte, Larry Lang estaba encantado de compartir sus conocimientos con aquel apasionado joven y le enseñó nociones avanzadas de electrónica, animándole a comprarse componentes Heathkit que traían unos manuales explicativos para realizar los montajes. El ensamblaje de aquellas piezas marcó un momento crucial en su vida. «Los componentes ofrecían diferentes posibilidades. Para empezar, el simple montaje ayudaba a comprender el funcionamiento de los productos acabados porque, aunque también incluían la teoría, lo más importante es que daban la sensación de que uno podía construir cualquier cosa. Habían dejado de ser un misterio. Podía mirar un televisor y pensar que, aunque todavía no había construido uno, era perfectamente capaz de hacerlo. Todo aquello era resultado de la creación humana y no fruto de algún tipo de extraña magia. Saberlo aportaba un grado muy alto de seguridad en uno mismo y, mediante la exploración y el aprendizaje, se podían entender cosas muy complejas en apariencia. En ese sentido,  mi infancia fue muy afortunada»¹⁰. Al poco tiempo, Jobs empezó a ganar algún dinero comprando viejos aparatos estéreo que arreglaba y revendía. Sus arreglos, en cualquier caso, no eran una reproducción idéntica del diseño original sino que ya hacía gala de un sentido de la innovación y simplificación. Su profesor de electrónica en Homestead, John McCollum, le recuerda como «un chico solitario que siempre miraba las cosas desde otra perspectiva»¹¹. No existían obstá-culos cuando deseaba algo y, gracias a una tenacidad fuera de lo común, estaba dispuesto a cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. Un día, mientras buscaba piezas sueltas para una de sus creaciones, se le ocurrió llamar a la empresa Burroughs de Detroit. Su falta de éxito le impulsó a telefonear a William Hewlett, cofundador de Hewlett-Packard. Hewlett descolgó el teléfono y escuchó la voz de un chico de trece años al otro lado de la línea. «Hola, me llamo Steve Jobs y estoy buscando piezas sueltas para fabricar un contador de frecuencias. ¿Me las podría proporcionar usted?».

El aplomo del estudiante sedujo a William Hewlett y estuvieron hablando durante unos veinte minutos. Al colgar no sólo tenía las piezas solicitadas sino que, mejor todavía, había conseguido un pequeño trabajo en Hewlett-Packard. Jobs todavía guarda un grato recuerdo de su primer contacto con el mundo empresarial. Ya solo le faltaba un  alter ego con quien compartir su pasión por la tecnología.

 

Woz

02 

1970 fue un año nefasto. Algunos héroes que habían traído la esperanza en la década anterior dejaron este mundo de forma prematura. Jimi Hendrix fue uno de los primeros en salir volando hacia otros firmamentos, víctima de sus excesivos escarceos con sustancias de liberación efímera y que acabaron sumiendo al guitarrista mestizo un 18 de septiembre en un sueño del que no despertaría jamás. Janis Joplin, el pájaro bendito, se reuniría con él el 4 de octubre. Fieles a su papel de precursores, The Beatles anunciaban su separación el 10 de abril, poniendo un prematuro fin al sueño multicolor al que cantaban en All you need is love. Visiblemente desinformado, Elvis Presley visitó en   privado a Nixon para asegurarle su apoyo y aprovechó para acusar de antiamericanismo al grupo de Liverpool, sin sospechar que sus denuncias acabarían viendo la luz en el siniestro caso Watergate pues el paranoico dirigente grababa hasta las conversaciones más banales. El 8 de junio, el venerado Bob Dylan, poeta íntegro y visionario de quien en 1963 se decía que «había tomado el pulso de nuestra generación», rompía voluntariamente con su propia imagen con la publicación del disco Self portrait en el que parecía parodiarse y denunciar satíricamente que él no era el portavoz generacional en que habían querido convertirle. Por su parte, los Estados Unidos se sacudían en un maremoto cultural que conmocionaba las conciencias de unos ciudadanos bajo la dirección de un presidente tan retorcido que se lo ponía muy difícil a los caricaturistas para retratarle. La supuesta cruzada para liberar Vietnam había resultado ser un atolladero y la mayoría de jóvenes salía a las calles para demostrar su oposición mientras quemaban públicamente sus carnés de alistamiento. Los valores que habían levantado a la nación se cuestionaban desde todas las posiciones y ni siquiera la conquista espacial estaba a salvo de la convulsión del momento. La misión del Apolo XIII, que debía transportar a los astronautas para pisar otra vez la luna, acabó en tragedia cuando fallaron tres de los cuatro motores y dos de las tres reservas de oxígeno. Así de agitado fue el año 1970 aunque, de entre todos los estados americanos, California fue sin duda el más afectado por la revolución de las ideas, la moralidad y el estilo de vida. Steve Jobs, que el 24 de febrero cumplía quince años, estaba en primera fila de la revolución en la que quizá era demasiado joven para participar de lleno pero sí lo suficientemente maduro como para beber de las fuentes del pensamiento contracultural. Aun así, su vida transcurría por otros derroteros y aquel año conoció a un individuo que transformaría su existencia, un chiflado de la electrónica como él que no dejaba de ir y venir con nuevas ideas, imaginación y espíritu inventor. Un amigo común, Bill Fernández, hizo los honores y les presentó. Su nuevo amigo, una especie de científico chiflado, fabricaba toda clase de aparatos sorprendentes y, desde hacía seis meses, se le había metido en la cabeza construir su propio ordenador. Fernández no tenía dudas acerca de lo bien que se caerían. «¡Tienes que conocerle!», le dijo a Jobs. Se vieron, se gustaron, conectaron y entre Jobs y Wozniak surgió un flechazo intelectual. Steve Wozniak era el típico adolescente fruto del ambiente contracultural: pelo largo, barba… y unas gafas detrás de las que brillaban unos ojos chispeantes y maliciosos. Pese a su sentido del humor, jovialidad y facilidad de trato, tenía pocos amigos y le costaba relacionarse. Como a Jobs, le fascinaba la electrónica y pasaba la mayor parte del tiempo estudiando ordenadores. Su familia era originaria de Polonia, pero él había nacido el 11 de agosto de 1950 en San José (California). Desde muy joven había demostrado un talento fuera de lo común: a los tres años leía y a los nueve, todavía en la escuela elemental, su profesor le describió como un «genio de las matemáticas». Un año después se había construido su propia radio. Más adelante, en el instituto, Wozniak tenía las mejores notas en ciencias y matemáticas del centro. Mientras, daba rienda suelta a otras pasiones como él mismo recuerda: «Había leído un libro sobre radioaficionados que buscaban a secuestradores. Quise sacarme la licencia y lo conseguí en un año. Mi padre me ayudó mucho». Ciertamente su padre era un buen maestro. Como ingeniero en la aeronáutica Lockheed, colaboraba en proyectos militares secretos y era habitual verle por la casa familiar escudriñando planos de nuevos diseños. «Bebía muchos martinis, pero se había hecho un nombre por la originalidad de sus propuestas, muchas de las cuales salvaron diferentes programas de la empresa. Era capaz de pasarse semanas, e incluso meses, buscando la solución a complicadísimas ecuaciones. Su ejemplo me influyó mucho y empecé a obsesionarme con la precisión», explicaba Wozniak a propósito de su padre. Fue su padre quien le introdujo en la electrónica, insistiendo igualmente en la importancia de la educación. «Antes que nada, me hablaba de la importancia de la ética, de decir la verdad, de mantener la palabra y de terminar lo que se ha empezado. Era muy estricto en esos temas, aunque no fuera religioso. Ha sido, de lejos, la mayor influencia de mi vida». Sería la lectura de un artículo sobre álgebra booleana, un sistema de cálculo que le fascinó, el detonante para despertar su curiosidad por la informática y el impulso necesario para que empezase a diseñar circuitos informáticos. Por casualidad, su padre disponía de cientos de transistores y Wozniak pudo dedicar tiempo a transformar las ecuaciones en circuitos electrónicos. En 1964, con catorce años, ganó varios premios en una feria científica de San Francisco, entre ellos uno como mejor proyecto que otorgaban las Fuerzas Aéreas por una calculadora que había fabricado. Sorprendido, uno de sus profesores del instituto medió con una empresa local, Sylvania, para que Wozniak pudiese acudir una vez a la semana a hacer prácticas con su ordenador. En su primera semana realizó un programa que simulaba el desplazamiento del rey en una partida de ajedrez. 

Obnubilado por la informática, Wozniak pronto empezó a concebir su propio ordenador. Su sueño se topó con una inesperada dificultad de tipo práctico: en aquella época pionera era prácticamente imposible hacerse con los componentes necesarios. Mientras mantenía su cabeza ocupada en intentar progresar se distanciaba de otras tentaciones bastante más de moda. Años después admitiría que nunca probó la droga y que ni siquiera bebió alcohol hasta cumplir los treinta. «Todavía odio el sabor del alcohol. Además, era consciente de que tenía un sistema mental que funcionaba muy bien y no quería echarlo a perder con el alcohol o la marihuana». Wozniak obtuvo la mejor nota de su promoción en el examen de ingreso a la Universidad de Berkeley. Era otoño de 1968 y había llegado a sus manos el folleto promocional de un nuevo ordenador, el Nova, fabricado por Data General. Casi como un juego, intentó establecer el diseño basándose en los chips que conocía y resultó que su configuración requería la mitad de chips que el original. «Mi planteamiento del diseño de ordenadores cambió para siempre. Mi descubrimiento demostraba que se podía obtener un producto igual de bueno con la mitad de chips. Fue una lección tremenda. Entonces me propuse reducir el uso de chips en el interior de una máquina». En el verano de 1970, Woz, como se le conocía, tenía el perfil perfecto para seducir a Steve Jobs. Su pasión común por la tecnología hacía olvidar los cinco años de diferencia entre el universitario y el estudiante de instituto. Al cabo de los meses, la admiración de este último no dejaría de crecer al observar que, fuese cual fuese el problema, incluso en campos que desconocía por completo, Wozniak siempre encontraba la solución y, a menudo, de forma sobresaliente. Además, exhibía una capacidad de concentración increíble. Las primeras hazañas de aquella pareja de marginales fueron dignas de un malo de dibujos animados ya que Jobs aprovechó la capacidad de inventiva de su colega para desarrollar un curioso negocio. En octubre de 1971, poco después de empezar tercero de carrera, Wozniak leyó un artículo de ficción de la revista Esquire en el que se desvelaban los secretos de la caja azul (un aparato electrónico utilizado para alterar el funcionamiento de la línea telefónica) y en el que explicaban las acciones de un grupo de ingenieros capaces de infiltrarse en las redes telefónicas comandados por un tal Capitán Crunch. Fascinado, Wozniak telefoneó a Jobs para leerle amplios extractos del artículo y hacerle observar un pequeño detalle: aunque se trataba de un artículo de ficción lo cierto era que aportaba muchos datos técnicos y hacía pensar que el autor se estaba refiriendo a hechos reales. Incluso mencionaba las frecuencias que se podían utilizar para hacer llamadas gratis. El día siguiente, Wozniak y Jobs se presentaron en la biblioteca del SLAC, un laboratorio de física dependiente de la Universidad de Stanford, y encontraron un libro que confirmaba que las frecuencias sonoras que permitían llamar sin pagar coincidían exactamente con las del artículo de Esquire. 

De vuelta en casa de Steve, se pusieron a desarrollar un aparato que simulara aquellas frecuencias y, después de varias semanas y de contar con la ayuda de otro entusiasta de la electrónica compañero de Wozniak en Berkeley, ultimaron la concepción de una caja azul que producía las sonoridades deseadas. Para ponerla a prueba, Wozniak pidió la opinión de un estudiante dotado de un oído absoluto, capaz de percibir las notas exactas. «Él me decía qué tonalidades oía y de aquella forma yo podía deducir cuáles eran los diodos defectuosos».  Para Woz, aquel era un proyecto de puro desafío intelectual, jamás utilizaría su diseño para aprovecharse y realizar llamadas gratis. «Siempre he pagado mis llamadas. Sólo usaba las cajas azules para comprobar su funcionamiento». Jobs, por su parte, veía las cosas desde un ángulo más práctico y se empeñó en transformar el descubrimiento de Wozniak en una actividad lucrativa, asumiendo el papel de comercial improvisado y encargándose de hacer demostraciones de las cajas para su venta. En 1971, la pareja comercializó grandes cantidades de aquellos aparatos que permitían llamar gratis a cualquier parte del mundo. Sus clientes iban desde simples estudiantes de Berkeley hasta chiflados de la telefonía con quienes se topaban por azar en el curso de sus aventuras. El negocio les dio algún susto inoportuno, como cuando en el aparcamiento de una pizzería de Cupertino uno de sus clientes se negó a pagar y les sacó un arma. Curiosamente, Jobs le dejó su número de teléfono con las siguientes instrucciones: «Llámeme y dígame qué tal funciona». 

Un día, el dúo descubrió que el famoso Capitán Crunch del artículo de Esquire no solo estaba vivito y coleando, sino que iba a conceder una entrevista en la KKUP, una radio local. Al parecer había descubierto casualmente que el silbato infantil que Quaker Oats regalaba en sus cajas de cereales reproducía la frecuencia exacta que Bell utilizaba para las llamadas de larga distancia y así se podían hacer llamadas gratis. Jobs y Wozniak trataron de hacerle llegar un mensaje al misterioso Capitán Crunch, pero no obtuvieron respuesta hasta que, un buen día, un inquilino del campus se presentó en la habitación de Woz para contarle en secreto que, cuando trabajaba en la KKUP de Cupertino, se había cruzado con un tal John Draper, quien había admitido ser el Capitán Crunch. Wozniak finalmente conoció a Draper en un Burger King de Nueva York y le preguntó cómo podía estar seguro de que era él. Su elocuente respuesta fue enseñarle su foto en la portada del semanal Village Voice. Su amistad acababa de nacer. Un día, mientras Jobs acompañaba a Wozniak a su casa de Los Altos a la una de la madrugada, se les estropeó el coche y tuvieron que caminar hasta el taller más cercano A falta de otra opción mejor, decidieron utilizar la caja azul para telefonear a John Draper y pedirle que les fuera a buscar. En plena llamada, un coche de policía se detuvo junto a ellos. «Pasamos mucho miedo cuando la operadora contestó a la llamada y no sabíamos qué decir porque aparecieron dos policías. A Steve le temblaba la mano con la que sostenía la caja azul», recuerda Wozniak. «Por nuestro aspecto, los agentes sospechaban que habíamos escondido droga entre los matorrales así que, en cuanto se pusieron a buscar, Steve me pasó la caja azul y me la guardé en un bolsillo del abrigo. Al cachearnos, la descubrieron. Nos habían pillado con las manos en la masa, aunque, al preguntarnos qué era, les expliqué que se trataba de un sintetizador de música electrónica y que, al presionar los botones del teclado, se obtenían sonidos. El otro se interesó por la utilidad del botón rojo (la toma de línea) y Steve les contestó que era para la calibración. Les interesó mucho la caja y se la quedaron. Nos llevaron hasta donde estaba aparcado nuestro coche y nos sentamos en la parte de atrás, temblando. El policía que iba en el asiento del copiloto se dio la vuelta para devolverme la caja azul y nos dijo que un tal Moog (el inventor del sintetizador del mismo nombre) se nos había adelantado. Steve le respondió que había sido precisamente él quien nos había mandado los planos para fabricarlo y se lo creyeron». 

Aquella noche, Draper fue a recoger a los chicos y, dos horas después, Wozniak se quedó dormido al volante y sufrió un accidente en el que el peor parado fue su coche. Aquel episodio nocturno hizo sonar las alarmas así que, con el miedo en el cuerpo, Jobs decidió dejar de vender cajas azules, preocupado por las consecuencias legales, mientras que Wozniak, decepcionado por haberse quedado sin coche y no tener seguro, decidió que había llegado el momento de ponerse a buscar trabajo y, a la vuelta de las vacaciones del verano de 1972, empezó a trabajar como programador en Hewlett-Packard. Draper, sin embargo, tenía los días de libertad contados y poco después el FBI le detuvo y acabó en la cárcel.  

Terminado el instituto, Jobs se mudó con su novia de entonces, Chris Ann Brennan, a una casita de madera en las montañas de Santa Cruz. En aquella época probó el LSD pero no volvió a hacerlo al comprobar que «de repente, los campos de trigos se pusieron a tocar Bach»¹.  La adolescencia de Jobs llegaba a su fin y desbordaba curiosidad. Aunque seguía sin estar seguro de qué camino tomar, tenía claro que éste le llevaría al éxito: «un día, seré rico y famoso», le confesó a su novia. En aquella época, el Whole Earth Catalog, una revista contracultu-ral de productos alternativos que permitía llevar una vida autosuficiente, dejó de publicarse. Jobs sentía adoración por aquella publicación: «Era una revista idealista con un montón de ideas geniales y aplicaciones estupendas de cómo llevarlas a cabo». La contraportada del último número llevaba una fotografía de una carretera rural con una frase superpuesta en forma de despedida: «No perdáis el hambre ni la locura». La frase se marcaría a fuego en la cabeza de Steve Jobs.

 

Toma de conciencia 

03

 

Daniel Kottke, amigo de Jobs en la universidad, afirma que en aquella época era muy diferente. «El Steve Jobs que yo conocí en Reed, era un chico silencioso, de apariencia muy tímida. Era una persona intensa y profunda, pero, sobre todo, un buen amigo que sabía ser generoso. Tenía un marcado carácter altruista y estaba muy interesado en la filosofía y en la espiritualidad. Nada hacía pensar que tuviera ambiciones. También era muy reservado». Tal vez, el hijo de Paul y Clara Jobs se reconocía en la canción I just wasn't made for these times en la que Brian Wilson, líder de los Beach Boys, expresaba la desgracia de sentirse adelantado para su época y tener la sensación de que nunca conseguiría adaptarse:

«Sigo buscando un lugar donde encaje y pueda expresar lo que siento. 

Me esfuerzo por encontrar personas que no se queden detrás. […] 

No logro encontrar nada a lo que pueda entregarme con todo mi ser».

Paradójicamente, el disco en el que se incluye esta canción (Pet Sounds, considerado como una de las obras maestras de la música popular),

supuso que Wilson fuese rechazado por el resto de los Beach Boys, que consideraban que sus composiciones eran demasiado vanguardistas y ese rechazo le sumió en una depresión de la que tardaría en recuperarse. 
Veamos el vídeo:  Just wasn't made for these times:
                                                                                                        


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