filosofodetacna, dice: Publico esta biografía interesantísima, de un ser humano que a pesar de la adversidad, su destino lo llevó a vivir en un barrio de hombres brillantes en las ciencias y el estudio matemático.
El espejo roto de la inocencia
PRIMERA VIDA: LA BÚSQUEDA
01. Salida en falso
02. Woz
03. Conciencia
SEGUNDA VIDA: LA GLORIA
04. Mi pequeña empresa
05. El Apple II
06. El millonario más joven de América
07. Los Piratas del Macintosh
08. La revolución de Mac
09. La caída de Steve
TERCERA VIDA: LA ODISEA
10. NeXT
11. Desencantos
12. La resurrección
CUARTA VIDA: LA CUMBRE
13. La vuelta a Apple
14. Música
15. Iphonemanía
16. Apoteosis
Auténtico hasta la médula, nunca rindió cuentas a nadie. Al contrario, siempre se expresó tal y como era, diciendo lo que quería como quería, en una actitud que en ocasiones le salió cara.
Junto a la casa de su infancia creció un émulo de Da Vinci, un proyecto de beatnik barbudo llamado Steve Wozniak, cuya genialidad será determinante más adelante.
En la universidad, se rindió ante una nueva pasión no menos sensual y exclusiva: la búsqueda de la iluminación espiritual. Jobs recorrió las carreteras de la India con Dan Kottke, otro estudiante como él, y juntos asistieron anonadados a la procesión de decenas de miles de hombres desnudos, que venidos de las altas montañas llegan para lavar su alma en las aguas del Ganges.
En 1977 experimentó una metamorfosis
asombrosa. Encontrar su camino le ayudó a liberar una energía inesperada.
Trabajó duro para crear Apple, lanzar el Apple II y, más tarde el
Macintosh. Comenzó su segunda vida, cuyo ascenso caótico le llevaría hasta
el mismo firmamento donde, de tanto acercarse al sol, terminó quemándose las
alas. Todo sucedía quizá demasiado de prisa. Junto a Wozniak, su amigo de
la infancia y paladín absoluto de la tecnología, fabricó su primer ordenador y
juntos se pusieron a trabajar en su primera obra maestra, el Apple II.
Computadora personal: Apple II |
El Apple II les convirtió en ricos y famosos. A los 25 años es el millonario más joven de EE.UU. Conoció la gloria, las ovaciones y las peleas de los medios por hacerse con unas declaraciones suyas. Y sobre todo, disfrutó del momento. Hasta que surgió una nueva búsqueda que capturó su alma. Durante una visita a los laboratorios de investigación de Xerox, vio la luz y, en una fracción de segundo, imaginó un futuro en el que arte e informática convivían y se reforzaban mutuamente: el ordenador desde la perspectiva de la estética. Su nuevo objetivo tuvo dimensiones globales: ¡el Macintosh cambiaría el mundo! Ni más ni menos.
Computadora personal: Macintosh, utilizaba el mouse. |
A pesar de ello, Jobs no se conformó con aspirar a la belleza, sino que maduró una perfección digna de Miguel Ángel. No se trataba de un deseo superficial, su idea tenía que aplicarse con perfección, no con intolerables aproximaciones. Sus ingenieros ponían el grito en el cielo ante sus pretensiones, como cuando, en 1977, pidió que los circuitos de la placa base del Apple II tuviesen una distribución rectilínea, sin importarle la increíble dificultad que aquello entrañaba. La perfección estaba presente hasta en el más mínimo detalle.
Para crear el Macintosh, Jobs se rodeó de un equipo de personajes únicos que llegaron hasta allí a través de implacables procesos de selección. Un año y medio antes, durante una conferencia en el Instituto Smithsonian, explicó que «es doloroso no poder contar con los mejores del mundo y mi trabajo consiste precisamente en eso, en deshacerme de quienes no están a la altura».
El equipo Macintosh,
una banda de marginales sublimes que juntos trabajaban de
forma separada del resto de Apple: lo suyo es la revolución.
La epopeya de Macintosh se desarrolla
en condiciones homéricas. Ignoraban la opinión mayoritaria, sorteando obstáculos que
otros estimaban insuperables. Más que un proyecto tecnológico, aquellas
peripecias parecían las aventuras vividas por Francis Ford Coppola durante el rodaje de Apocalypse now. Sin embargo, resultaba casi
imposible imaginar a Andy Hertzfeld o Randy Wigginton, dos de esos
rebeldes por naturaleza, dar lo mejor de sí en cualquier otra
circunstancia. Hertzfeld, impulsado por las demandas
de sus compañeros de equipo, desarrolló la interfaz del Macintosh sin escatimar
horas ni creatividad y aceptando de buen grado las novatadas periódicas
del capitán de aquella extraña nave. Soberbio e impetuoso, Jobs actuaba a
su antojo e intervenía hasta en los mínimos detalles de su Gioconda
particular. En una ocasión, se presentó sin avisar, en el despacho de Andy Hertzfeld, un inconformista con una
trayectoria accidentada y, sin rodeos, le anunció que desde aquel momento
formaba parte del equipo Macintosh. «Genial», contestó Hertzfeld, «dame un
par de días para que termine un programa del Apple II y allí
estaré». «¡No hay nada más importante que el Macintosh!», decretó
Jobs, al tiempo que desenchufaba el ordenador de Hertzfeld, lo
metía en una caja y salía hacia el aparcamiento. Andy iba corriendo
detrás, protestando contra el absolutismo de su nuevo jefe. Así era Jobs,
dedicado en cuerpo y alma a las causas que emprendía y sin entender de
otros compromisos.
El Mac, finalmente, fue lanzado en
enero de 1984 en medio de una lluvia de alabanzas. Jobs contrató al
director de moda, Ridley Scott, (el éxito de Blade Runner aún estaba caliente) para hacer
un impactante y audaz anuncio que, pese a las reservas de los miembros más
conservadores del consejo de administración, invadió por sorpresa las pantallas
de millones de hogares americanos. Nacía la era Macintosh.
Jobs había levantado una
fortificación como se construyen las catedrales, piedra a piedra, animado por
un sentido de la perfección sin compromisos. Su trayectoria en Apple desprendía
un olor novelesco: desafíos, victorias y golpes teatrales en una segunda
vida que se convertía en una epopeya inolvidable. Los mejores años de nuestra
vida.
Sin embargo, nada más descubrir su
grial y alcanzar la gloria, el suelo se hundió bajo sus pies. Y la
traición fue especialmente dolorosa porque quien la orquestó fue John
Sculley, a quien él mismo había contratado para que tomase las riendas de
Apple.
En sus memorias, Sculley explicaría
que su decisión era la única opción para impedir que Jobs hundiera Apple
(¿cómo podía haber imaginado las consecuencias?) pero Jobs jamás
perdonaría a quien le echó de Apple como si fuese un criminal. Empezaba su
tercera vida.
Cual Don Quijote, se enfrentó a los
molinos y luchó para salvar a una Jerusalén ya liberada. Fundó NeXT, un
proyecto aún más ambicioso que el anterior, una pirámide que tendría que
abandonar a su suerte bajo el sol del desierto. Intentó remontar el vuelo,
pero sus deseos de venganza nublaban su visión de la realidad.
Pasado el tiempo, Jobs admitiría que
su extremismo le perjudicó en ocasiones, pero en el fragor de la batalla era
incapaz de controlar su genio. Por ejemplo, en 1988 reunió a los
representantes de las principales universidades de EE.UU. para presentarles NeXT
e intentar formalizar los miles de pedidos necesarios para seguir
adelante. A mitad de la jornada, descubrió que alguien había olvidado
prepararle su menú vegetariano y, furioso, canceló el plato principal de todos
los invitados. Aunque sus colaboradores más próximos trataron de hacerle entrar
en razón, prefirió dejar sin comer a sus clientes potenciales antes de cambiar
de opinión.
A principios de 1993 se sumió en un
estado de desolación al contemplar cómo sus sueños se hacían pedazos. Un
insoportable día de febrero, los bienes de NeXT eran saldados para pagar a
los acreedores. Por un momento, temió quedarse anclado para siempre en un
pasado de gloria.
Y justo cuando ciertos cronistas
malintencionados empezaban a afilar sus lápices para dibujar su obituario,
el viento cambió para una salvación en el último minuto. Una de sus
pasiones secundarias, la animación en tres dimensiones por ordenador, propició
un viaje tumultuoso por océanos desconocidos de los que Jobs emergía como
un nuevo Colón, arribando a tierras desconocidas y tomando posesión de ese
Nuevo Mundo. La resurrección surgió donde nadie lo esperaba y el triunfo de
Pixar le devolvió el centro de todos los focos. Toy Story le salvó la vida.
El giro de los acontecimientos le
colocó en un lugar privilegiado hasta que, ironías de la historia, le toco
acudir al rescate de Apple. Una gélida mañana de enero de 1997, con el
corazón en un puño, Jobs regresó a las oficinas de Apple, su antiguo reino, una
década después de haber sido desterrado. La nostalgia y el recuerdo de su
epopeya personal se apoderaron de él. El rencor casi había conseguido que
olvidase su amor por Apple.
Ya no era aquel joven impetuoso. A
sus 42 años había sufrido todo tipo de altibajos y su alocada juventud
había quedado atrás, como una telenovela en tonos sepia que se desvanecía
al ritmo que clareaba su antaño frondosa cabellera. También había alcanzado
cierta estabilidad al encontrar a la mujer de su vida, tan hermosa como prudente,
vegetariana y budista como él, y que le había dado dos preciosos hijos.
Conocer la gloria, morder el polvo y volver a saborear las mieles del
éxito le habían hecho grande. Siempre movido por su aspiración a la
belleza, aprendió a ver las cosas en perspectiva.
Los brillantes años que habrían de venir estuvieron salpicados por estrellas fugaces que, aun así, supieron hacerse (y hacerle) un hueco en la historia de la humanidad: iMac, iPod, iPhone, iPad…
iMac |
iPod |
iPhone |
iPad |
Steve Jobs vivió de forma trepidante, cambiando nuestra manera de entender la tecnología. La misma semana en la que se rumoreaba que Apple presentaría la esperada quinta generación del iPhone, y que al final fue una reingeniería del iPhone 4 bajo el nombre de iPhone 4S, Steve Jobs fallecía y dejaba huérfano al mundo de su talento. Sólo el impacto mediático de la noticia sirve para explicar quién fue y qué significó el hombre que supo ver el futuro antes que el resto.
Primera vida: La búsqueda
Salida en falso |
01 |
Los dados cayeron sobre la mesa. Uno
quedó en equilibrio sobre una arista, invalidando los puntos; otro salió
disparado tan lejos que no hubo quien lo encontrase. Los tres restantes
mostraban un uno, un tres y un dos. Sin duda no eran los mejores presagios
para Steve Jobs, que llegó a la vida con mal pie un 24 de febrero de 1955, hijo
de unos padres que no le esperaban y que decidieron dar la espalda a sus
obligaciones. Por fortuna, no todo estaba perdido: su oportunidad cobró
forma en una pareja que, sobre todas las cosas, deseaba ese hijo que la
naturaleza les negaba.
Antes de abandonarlo a su suerte, su
madre biológica impuso algunas condiciones antes de entregarlo a su
suerte, cual Moisés sobre el Nilo. Quería que el niño al que no iba a ver
crecer tuviese ciertas garantías en su vida y para ello se reservó la custodia
definitiva hasta estar segura de que su familia adoptiva le daría estudios
universitarios. Tal vez pueda parecer una exigencia mezquina. Si tanto se
preocupaba por el futuro de su hijo ¿por qué no se ocupaba ella misma de
su presente? Pero ella sólo quería que le diesen las armas necesarias; ya
se abriría paso él a codazos y se buscaría un sitio entre la
multitud. Algunas décadas después, con la sabia distancia necesaria, Jobs recordaría
sus inicios explicando que hay situaciones que requieren únicamente de tiempo
para poder entenderlas adecuadamente. «La magnitud de las consecuencias de
nuestros actos no se puede medir en el presente. Las conexiones aparecen
después e ineludiblemente terminan afectando al destino. Llámalo destino,
karma, o simplemente el curso de la propia vida, da igual, lo importante
es creer que ese algo existe. Esa actitud siempre me ha funcionado y ha
gobernado mi vida». En efecto, aquel 24 de febrero de 1995 la suerte le
sonrió, aunque aún no pudiese valorar cuánto. Desde su infancia sí que lo
supo. Crecer en la soleada California ante un océano que invita a
la aventura es un privilegio que estimula a aprovechar al máximo las
oportunidades de futuro. Doce años más tarde, el movimiento hippy instalaría su feudo en la iluminada urbe de San Francisco
y, poco después, Silicon Valley verá emerger el géiser de la
microinformática.
Jobs llegó tarde a la revolución
cultural de los sesenta, pero se sumergió en ella con naturalidad,
abrazando con intensidad el sueño de un mundo mejor y el deseo de cambiar
las cosas. También desarrolló una pasión sin límites hacia la tecnología,
su nueva hada madrina que le aportó sus primeras satisfacciones y una
sensación precoz de autoestima, con la seguridad de que le devolvería
centuplicado todo lo que ella le estaba dando. Sin embargo, en 1955 los
habitantes de San Francisco tenían otros motivos de preocupación bien
distintos. Estados Unidos atravesaba una época dorada, apacible en general
y marcada por un estilo de vida derivado de las ventajas del progreso. Sin
embargo, una amenaza surgía en el horizonte, un viento de rebeldía que soplaba
entre los contoneos del joven Elvis Presley, capaces de conmocionar a las
adolescentes en una ola que, en aquel momento, únicamente arrasaba entre las
jovencitas. Jobs disfrutaba de un entorno familiar privilegiado, sin
duda preferible al que le habría podido ofrecer su madre
biológica. Los Jobs eran una familia ejemplar y, por mucho que les
costara llegar a fin de mes, se propusieron dar todo su amor y
sabiduría a los retoños que habían adoptado. A lo largo de su juventud
y hasta la creación de Apple, Jobs encontró en sus padres adoptivos un
apoyo continuo y afable. ¿Qué mejor tesoro para un espíritu desorientado, en
perpetua interrogación, ultrasensible e incómodo en su piel?
«He tenido suerte», dijo Steve Jobs
en 1995. «Mi padre, Paul Jobs, fue un hombre realmente excepcional. No
tenía estudios. Se incorporó a la Guardia Costera del ejército en la
Segunda Guerra Mundial y transportaba a las tropas por el mundo para
el general Patton. Siempre se metía en problemas y le
descendían continuamente a soldado raso». Dos años después, pronunciaría
unas palabras muy emotivas en memoria de Paul¹. «Espero
poder ser un padre tan bueno para mis hijos como lo fue mi padre para mí.
Pienso en ello todos los días». Su historia, que empezó en falso, se
encaminó hacia la apoteosis. Como dice un proverbio chino que Jobs tuvo siempre
muy presente, el viaje es la recompensa. En su caso, y sin que
nadie lo supiera, Ariadna había tejido un hilo para ayudarle a salir del
laberinto. Steve Jobs nació en plenos años 50. La América conservadora
no había sufrido aún el arrebato catódico del frágil Elvis Presley y el rock
and roll, y mucho menos los sobresaltos de la contracultura. Los
maridos ganaban el dinero que entraba en el hogar mientras sus esposas
mantenían la casa como los chorros del oro y criaban a unos hijos muy
formalitos. Los domingos se dedicaban a lavar el coche y cortar el césped.
Nadie osaba apartarse de los convencionalismos por «el qué dirán» y la
vida parecía apacible y tranquila. De hecho, muchos cineastas desde Steven
Spielberg hasta George Lucas recurrirán en el futuro con nostalgia a la
plácida atmósfera de esa década. Así que podemos imaginar el escándalo que
suponía que una joven soltera que apenas había cumplido los 23, Joanne
Carole Schieble, estuviese embarazada, una situación empeorada por
el hecho de que el padre no era un americano de buena familia (lo que
tal vez hubiera aliviado su desliz) sino de origen sirio. Joanne se había enamorado
de su profesor de Ciencias Políticas, Abdulfattah Jandali, en la
Universidad de Wisconsin. Ante la frontal oposición de su padre, que
incluso había amenazado con desheredarla, decidió ocultar su embarazo y
trasladarse a California para dar a luz y buscar a unos padres adoptivos. El bebé nació el 24 de febrero. Al conocer el sexo
del niño, los padres elegidos (una familia de abogados) torcieron el
gesto porque esperaban una niña y, sintiéndolo mucho, anunciaron que
no se harían cargo de la criatura. Joanne tuvo que conformarse con la segunda
pareja en la lista de espera: un quincuagenario, Paul Jobs, y su mujer Clara.
En plena noche, los Jobs recibieron una llamada: «Tenemos un bebé. Es un
niño. ¿Lo quieren?». No lo dudaron ni un segundo. Sin embargo, Joanne
no estaba del todo convencida. Los nuevos padres adoptivos eran de
clase media y su posición económica distaba de la de una familia de
abogados. En palabras de Steve Jobs, «cuando mi madre biológica descubrió
que mi madre adoptiva no tenía ningún título universitario y mi padre ni
siquiera había terminado la secundaria, se negó a firmar los documentos
definitivos de la adopción durante varios meses, hasta que mis padres la
prometieron que me mandarían a la universidad». El destino dio un giro
curioso para Joanne Carole Schieble y, aquellas navidades, se casó con su
profesor en Green Bay (Wisconsin). Aunque el matrimonio únicamente duró siete
años, en junio de 1957 los Jandali tuvieron un segundo hijo, una niña
llamada Mona. Mientras, el pequeño Steve crecía en California, sin saber
que tenía una hermana. Los Jobs vivían en una casita del extrarradio sin
demasiados lujos. Clara trabajaba como contable y Paul era operario de
maquinaria en una fábrica de lásers. Cuando Steve cumplió cinco años, su madre
decidió coger un segundo trabajo cuidando niños para poder pagarle las clases
de natación². Al poco tiempo, decidieron adoptar un segundo
hijo, una niña llamada Patty. En 1960, la familia se trasladó de San
Francisco a Mountain View, en el corazón de lo que sería Silicon Valley y Jobs
se quedó completamente anonadado por una región que le parecía el paraíso
gracias a un valle salpicado de exuberantes jardines y huertos. El aire era tan
puro que las casas y las colinas se veían nítidamente desde la lejanía. Al pequeño Steve le fascinaba la destreza de su
padre adoptivo, «un artista con las manos» como recordaría después, y
era capaz de pasarse horas mirándole cortar madera y clavarla
sobre el banco del garaje. Un día en que su retoño tenía seis años,
Paul dividió en dos el banco y le dio una parte a Steve. «¡Ahora
tú también tienes un banco de trabajo!». De paso le regaló
varias herramientas y le enseñó a usar el martillo y la sierra.
«Dedicó mucho tiempo a enseñarme a construir cosas, desmontarlas y reensamblarlas»³. Sin
embargo, Steve no era lo que podía decirse un chico listo y, aunque
manifestara una actividad superior a la media, sus actos revelaban cierta
dispersión. Por ejemplo, sus padres tuvieron que llevarle en dos ocasiones a
urgencias, una para que le hicieran un lavado de estómago después de tragarse
una botella de insecticida y otra por haber introducido una broca en
una toma de corriente. Su madre le había enseñado a leer en casa así
que, cuando Jobs empezó el colegio, tenía la esperanza de que ante sí se
le abría un mundo de conocimiento listo para ser explorado. Sin embargo,
su relación con la autoridad docente no salió bien parada porque «rechazaban toda la curiosidad que había
desarrollado por naturaleza». Con siete años, la crisis de los
misiles de Cuba, el 16 de octubre de 1962, le afectó fuertemente. «Me pasé tres
o cuatro noches sin pegar ojo porque tenía miedo de no despertarme si
me quedaba dormido. Creo que entendía perfectamente lo que estaba pasando,
como todo el mundo. Nunca olvidaré el miedo y, de hecho, no se ha
desvanecido del todo. Me parece que todo el mundo experimentó lo mismo en
aquella época»⁴. Un año después, a las tres de la tarde del 22 de
noviembre de 1963, otro acontecimiento le sobrecogió. En la calle alguien
gritaba que acababan de asesinar a Kennedy. Sin saber por qué,
era consciente de que Estados Unidos había perdido a una de
sus grandes figuras históricas. El colegio cada vez se le hacía más
cuesta arriba. Para matar su aburrimiento, se dedicaba con un compinche,
un compañero de clase llamado Rick Farentino, a sembrar el caos tirando
petardos en los despachos de los profesores o soltando culebras
en mitad de las clases. Más tarde confesaría, emocionado, que
si consiguió evitar la cárcel fue sólo gracias a la sagacidad de una profesora
de cuarto de primaria, la señorita Hill, que encontró la manera de
canalizar la energía desbordante de aquel alborotador de nueve años
ofreciéndole cinco dólares y un pirulí gigante a cambio de que se leyese
de cabo a rabo un libro de matemáticas. Picado por la curiosidad, Jobs se
entregó a los estudios y descubrió la pasión por aprender hasta el punto de
saltarse el último curso de la escuela elemental y acceder al instituto
un año antes de tiempo. Llegado a su adolescencia dos son sus máximas
influencias: la contracultura hippy y la tecnología. Embebido en la música rock de The Doors y The Beatles, y los
poemas caprichosos del intrigante Dylan, la ola contestataria que estaba
tomando forma no podía sino atraer a un chico como él, preocupado ya por
darle un sentido a la vida. «Recuerdo mi niñez a finales de los 50
y principios de los 60, una época muy interesante en Estados Unidos.
El país se encontraba en una época de prosperidad tras la Guerra Mundial y
todo parecía estar regido por la corrección, desde la cultura hasta los
cortes de pelo. Los años sesenta suponen la diversificación: surgieron nuevos
caminos por todas partes y ya no había sólo una forma de hacer las cosas. En mi
opinión, América era aún un país joven que estaba teniendo mucho éxito y que
sufría una aparente ingenuidad»⁵. El artista a quien más admiraba era Bob
Dylan. Sabía de memoria la letra de todas sus canciones, pero, sobre todo, le
impresionaba su facilidad para cambiar de piel, como cuando
decidió integrar las guitarras eléctricas en su música ante el enfado
de parte del público que le había encumbrado, amantes de la música
acústica y que, durante sus conciertos, le abucheaban al grito de «¡Vuelve
a ser tú mismo, traidor!». Aun así, el autor de Like a rolling stone no se dejaba impresionar e ignoraba a sus detrac-tores.
Que le quisieran o no era la menor de sus preocupaciones. «Dylan nunca se
quedó estancado. Los artistas buenos de verdad siempre llegan a un punto
en el que pueden seguir haciendo lo mismo toda la vida, pero si continúan
desafiando al fracaso seguirán siendo artistas. Dylan y Picasso
siempre han actuado así»⁶. Jobs era francamente infeliz en
el instituto de Mountain View y pronto empieza a canalizar esa frustración
a través del rechazo a acatar las normas. Sin embargo, un día siente que
ya no puede más y le planta un ultimátum a su padre. «¡No pienso
seguir estudiando si tengo que volver a poner los pies en
ese instituto!»⁷. El adolescente hacía gala de una firme determinación,
así que su padre reaccionó con magnanimidad y, fiel a la promesa que había
hecho a Joanne Schieble, decidió apoyarle y buscar una educación más
adecuada. Para ello, la familia se traslada a Los Altos, no lejos de
Mountain View. Steve aumenta su asistencia a clase en el Instituto
Homestead pero, sobre todo, conoce a personas importantes en el
vecindario. Su entusiasmo por la tecnología se lo debía a su padre, que
con frecuencia acudía a los desguaces para adquirir vehículos abandonados
por cincuenta dólares, repararlos y venderlos a estudiantes⁸. Jobs empezó a interesarse por la electrónica para poder
echarle una mano. «Muchos de los coches que arreglaba tenían una parte
electrónica. Él me enseñó los rudimentos y enseguida me empezó a interesar»⁹. Fascinado por los aparatos de todo
tipo, Steve interrogaba sin descanso a su padre adoptivo y sometía a un
intenso cuestionario a cualquiera que pareciese dominar la electrónica si venía
a cenar con la familia. Larry Lang, un ingeniero de Hewlett-Packard, vivía
varias casas más abajo en su misma calle. Era un forofo de la técnica y
radioaficionado en su tiempo libre así que un día, para sorprender a los
niños que jugaban en la calle, instaló un micrófono y un altavoz conectados a
una sencilla batería en el pasillo de su casa. Jobs y los otros críos se
divirtieron hablando en el micro, disfrutando de la sorpresa de escuchar su voz
amplificada e intentando en vano comprender cómo podía crearse aquel efecto.
Estupefacto, corrió de vuelta a casa directo a buscar a su padre. —Me
habías dicho que no se podía dar más potencia a la voz sin un
amplificador. ¡Me has mentido! —Claro que no —le respondió Paul—. ¡Es
imposible! —¡Pues un vecino ha podido! Ante la incredulidad de su
padre, Jobs le llevó al lugar de los hechos y, deseoso de aprender más
cosas, enseguida entabló amistad con aquel émulo del señor Q, el inventor
de los artilugios de James Bond. Por suerte, Larry Lang estaba
encantado de compartir sus conocimientos con aquel apasionado joven y
le enseñó nociones avanzadas de electrónica, animándole a comprarse
componentes Heathkit que traían unos manuales explicativos para realizar los
montajes. El ensamblaje de aquellas piezas marcó un momento crucial en su
vida. «Los componentes ofrecían diferentes posibilidades. Para empezar, el
simple montaje ayudaba a comprender el funcionamiento de los productos
acabados porque, aunque también incluían la teoría, lo más importante es
que daban la sensación de que uno podía construir cualquier cosa. Habían
dejado de ser un misterio. Podía mirar un televisor y pensar que, aunque
todavía no había construido uno, era perfectamente capaz de hacerlo.
Todo aquello era resultado de la creación humana y no fruto de
algún tipo de extraña magia. Saberlo aportaba un grado muy alto
de seguridad en uno mismo y, mediante la exploración y el aprendizaje, se
podían entender cosas muy complejas en apariencia. En ese sentido, mi infancia fue muy afortunada»¹⁰. Al
poco tiempo, Jobs empezó a ganar algún dinero comprando viejos aparatos
estéreo que arreglaba y revendía. Sus arreglos, en cualquier caso, no eran
una reproducción idéntica del diseño original sino que ya hacía gala de un
sentido de la innovación y simplificación. Su profesor de electrónica en
Homestead, John McCollum, le recuerda como «un chico solitario que siempre miraba las cosas desde otra perspectiva»¹¹. No existían obstá-culos
cuando deseaba algo y, gracias a una tenacidad fuera de lo común, estaba
dispuesto a cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. Un día, mientras
buscaba piezas sueltas para una de sus creaciones, se le ocurrió llamar a
la empresa Burroughs de Detroit. Su falta de éxito le impulsó a telefonear
a William Hewlett, cofundador de Hewlett-Packard. Hewlett descolgó el teléfono
y escuchó la voz de un chico de trece años al otro lado de la línea. «Hola,
me llamo Steve Jobs y estoy buscando piezas sueltas para fabricar un
contador de frecuencias. ¿Me las podría proporcionar usted?».
El aplomo del estudiante sedujo a William
Hewlett y estuvieron hablando durante unos veinte minutos. Al colgar no
sólo tenía las piezas solicitadas sino que, mejor todavía, había
conseguido un pequeño trabajo en Hewlett-Packard. Jobs todavía guarda
un grato recuerdo de su primer contacto con el mundo empresarial. Ya solo
le faltaba un alter ego con quien compartir su pasión
por la tecnología.
Woz |
02 |
1970 fue un año nefasto. Algunos héroes que
habían traído la esperanza en la década anterior dejaron este mundo de
forma prematura. Jimi Hendrix fue uno de los primeros en salir volando
hacia otros firmamentos, víctima de sus excesivos escarceos con sustancias de
liberación efímera y que acabaron sumiendo al guitarrista mestizo un 18 de
septiembre en un sueño del que no despertaría jamás. Janis Joplin, el pájaro bendito, se reuniría con él el 4 de octubre. Fieles
a su papel de precursores, The Beatles anunciaban su separación el 10 de
abril, poniendo un prematuro fin al sueño multicolor al que cantaban en All you need is love. Visiblemente desinformado, Elvis Presley visitó en privado a Nixon para asegurarle su apoyo y
aprovechó para acusar de antiamericanismo al grupo de Liverpool,
sin sospechar que sus denuncias acabarían viendo la luz en el siniestro
caso Watergate pues el paranoico dirigente grababa hasta las conversaciones
más banales. El 8 de junio, el venerado Bob Dylan, poeta íntegro y
visionario de quien en 1963 se decía que «había tomado el pulso de
nuestra generación», rompía voluntariamente con su propia imagen
con la publicación del disco Self portrait en el que parecía parodiarse y
denunciar satíricamente que él no era el portavoz generacional en que
habían querido convertirle. Por su parte, los Estados Unidos se sacudían
en un maremoto cultural
que conmocionaba las conciencias de unos ciudadanos bajo la dirección de
un presidente tan retorcido que se lo ponía muy difícil a los
caricaturistas para retratarle. La supuesta cruzada para liberar Vietnam había
resultado ser un atolladero y la mayoría de jóvenes salía a las calles
para demostrar su oposición mientras quemaban públicamente sus carnés de
alistamiento. Los valores que habían levantado a la nación se cuestionaban
desde todas las posiciones y ni siquiera la conquista espacial estaba a
salvo de la convulsión del momento. La misión del Apolo XIII, que debía transportar
a los astronautas para pisar otra vez la luna, acabó en tragedia cuando
fallaron tres de los cuatro motores y dos de las tres reservas de
oxígeno. Así de agitado fue el año 1970 aunque, de entre todos los estados
americanos, California fue sin duda el más afectado por la revolución de
las ideas, la moralidad y el estilo de vida. Steve Jobs, que el 24 de
febrero cumplía quince años, estaba en primera fila de la revolución en la que
quizá era demasiado joven para participar de lleno pero sí lo suficientemente
maduro como para beber de las fuentes del pensamiento contracultural.
Aun así, su vida transcurría por otros derroteros y aquel año
conoció a un individuo que transformaría su existencia, un chiflado de
la electrónica como él que no dejaba de ir y venir con nuevas
ideas, imaginación y espíritu inventor. Un amigo común, Bill Fernández,
hizo los honores y les presentó. Su nuevo amigo, una especie de científico
chiflado, fabricaba toda clase de aparatos sorprendentes y, desde hacía
seis meses, se le había metido en la cabeza construir su propio ordenador.
Fernández no tenía dudas acerca de lo bien que se caerían. «¡Tienes que
conocerle!», le dijo a Jobs. Se vieron, se gustaron, conectaron y
entre Jobs y Wozniak surgió un flechazo intelectual. Steve Wozniak
era el típico adolescente fruto del ambiente contracultural: pelo largo, barba…
y unas gafas detrás de las que brillaban unos ojos chispeantes y maliciosos.
Pese a su sentido del humor, jovialidad y facilidad de trato, tenía pocos
amigos y le costaba relacionarse. Como a Jobs, le fascinaba la electrónica
y pasaba la mayor parte del tiempo estudiando ordenadores. Su familia
era originaria de Polonia, pero él había nacido el 11 de agosto de 1950 en
San José (California). Desde muy joven había demostrado un talento fuera
de lo común: a los tres años leía y a los nueve, todavía en la escuela
elemental, su profesor le describió como un «genio de las matemáticas». Un año
después se había construido su propia radio. Más adelante, en el instituto,
Wozniak tenía las mejores notas en ciencias y matemáticas del centro.
Mientras, daba rienda suelta a otras pasiones como él mismo recuerda:
«Había leído un libro sobre radioaficionados que buscaban a
secuestradores. Quise sacarme la licencia y lo conseguí en un año. Mi
padre me ayudó mucho». Ciertamente su padre era un buen maestro. Como
ingeniero en la aeronáutica Lockheed, colaboraba en proyectos
militares secretos y era habitual verle por la casa familiar
escudriñando planos de nuevos diseños. «Bebía muchos martinis, pero
se había hecho un nombre por la originalidad de sus propuestas, muchas de
las cuales salvaron diferentes programas de la empresa. Era capaz de pasarse
semanas, e incluso meses, buscando la solución a complicadísimas ecuaciones. Su
ejemplo me influyó mucho y empecé a obsesionarme con la
precisión», explicaba Wozniak a propósito de su padre. Fue su padre
quien le introdujo en la electrónica, insistiendo igualmente en la
importancia de la educación. «Antes que nada, me hablaba de la importancia
de la ética, de decir la verdad, de mantener la palabra y de terminar lo
que se ha empezado. Era muy estricto en esos temas, aunque no fuera
religioso. Ha sido, de lejos, la mayor influencia de mi vida». Sería
la lectura de un artículo sobre álgebra booleana, un sistema de cálculo que le
fascinó, el detonante para despertar su curiosidad por la informática y el
impulso necesario para que empezase a diseñar circuitos informáticos. Por
casualidad, su padre disponía de cientos de transistores y Wozniak pudo
dedicar tiempo a transformar las ecuaciones en circuitos electrónicos. En
1964, con catorce años, ganó varios premios en una feria científica de San
Francisco, entre ellos uno como mejor proyecto que otorgaban las Fuerzas
Aéreas por una calculadora que había fabricado. Sorprendido, uno de sus
profesores del instituto medió con una empresa local, Sylvania, para que
Wozniak pudiese acudir una vez a la semana a hacer prácticas con su ordenador.
En su primera semana realizó un programa que simulaba el desplazamiento del
rey en una partida de ajedrez.
Obnubilado por la informática,
Wozniak pronto empezó a concebir su propio ordenador. Su sueño se topó con una
inesperada dificultad de tipo práctico: en aquella época pionera era
prácticamente imposible hacerse con los componentes necesarios. Mientras
mantenía su cabeza ocupada en intentar progresar se distanciaba de otras
tentaciones bastante más de moda. Años después admitiría que nunca probó
la droga y que ni siquiera bebió alcohol hasta cumplir los treinta.
«Todavía odio el sabor del alcohol. Además, era consciente de que tenía un
sistema mental que funcionaba muy bien y no quería echarlo a
perder con el alcohol o la marihuana». Wozniak obtuvo la mejor nota
de su promoción en el examen de ingreso a la Universidad de Berkeley. Era
otoño de 1968 y había llegado a sus manos el folleto promocional de un
nuevo ordenador, el Nova, fabricado por Data General. Casi como un
juego, intentó establecer el diseño basándose en los chips que
conocía y resultó que su configuración requería la mitad de chips que
el original. «Mi planteamiento del diseño de ordenadores cambió para
siempre. Mi descubrimiento demostraba que se podía obtener un producto igual de
bueno con la mitad de chips. Fue una lección tremenda. Entonces me propuse
reducir el uso de chips en el interior de una máquina». En el verano
de 1970, Woz, como se le conocía, tenía el perfil perfecto para seducir a
Steve Jobs. Su pasión común por la tecnología hacía olvidar los cinco años
de diferencia entre el universitario y el estudiante de instituto. Al cabo de los
meses, la admiración de este último no dejaría de crecer al observar
que, fuese cual fuese el problema, incluso en campos que
desconocía por completo, Wozniak siempre encontraba la solución y, a
menudo, de forma sobresaliente. Además, exhibía una capacidad
de concentración increíble. Las primeras hazañas de aquella pareja de
marginales fueron dignas de un malo de dibujos animados ya que Jobs
aprovechó la capacidad de inventiva de su colega para desarrollar un
curioso negocio. En octubre de 1971, poco después de empezar tercero de
carrera, Wozniak leyó un artículo de ficción de la revista Esquire en el que se desvelaban los secretos de la caja azul (un aparato
electrónico utilizado para alterar el funcionamiento de la línea
telefónica) y en el que explicaban las acciones de un grupo de ingenieros
capaces de infiltrarse en las redes telefónicas comandados por un tal
Capitán Crunch. Fascinado, Wozniak telefoneó a Jobs para leerle amplios
extractos del artículo y hacerle observar un pequeño detalle: aunque se trataba
de un artículo de ficción lo cierto era que aportaba muchos datos
técnicos y hacía pensar que el autor se estaba refiriendo a hechos
reales. Incluso mencionaba las frecuencias que se podían utilizar
para hacer llamadas gratis. El día siguiente, Wozniak y Jobs se
presentaron en la biblioteca del SLAC, un laboratorio de física
dependiente de la Universidad de Stanford, y encontraron un libro que
confirmaba que las frecuencias sonoras que permitían llamar sin pagar
coincidían exactamente con las del artículo de Esquire.
De vuelta en casa de Steve, se
pusieron a desarrollar un aparato que simulara aquellas frecuencias y,
después de varias semanas y de contar con la ayuda de otro entusiasta de
la electrónica compañero de Wozniak en Berkeley, ultimaron la concepción
de una caja azul que producía las sonoridades deseadas. Para ponerla a
prueba, Wozniak pidió la opinión de un estudiante dotado de un oído absoluto,
capaz de percibir las notas exactas. «Él me decía qué tonalidades oía y de
aquella forma yo podía deducir cuáles eran los diodos defectuosos». Para Woz, aquel era un proyecto de puro desafío
intelectual, jamás utilizaría su diseño para aprovecharse y realizar
llamadas gratis. «Siempre he pagado mis llamadas. Sólo usaba las
cajas azules para comprobar su funcionamiento». Jobs, por su
parte, veía las cosas desde un ángulo más práctico y se empeñó
en transformar el descubrimiento de Wozniak en una
actividad lucrativa, asumiendo el papel de comercial improvisado y
encargándose de hacer demostraciones de las cajas para su venta. En 1971,
la pareja comercializó grandes cantidades de aquellos aparatos que permitían
llamar gratis a cualquier parte del mundo. Sus clientes iban desde simples
estudiantes de Berkeley hasta chiflados de la telefonía con quienes se
topaban por azar en el curso de sus aventuras. El negocio les dio algún
susto inoportuno, como cuando en el aparcamiento de una pizzería
de Cupertino uno de sus clientes se negó a pagar y les sacó un arma.
Curiosamente, Jobs le dejó su número de teléfono con las siguientes
instrucciones: «Llámeme y dígame qué tal funciona».
Un día, el dúo descubrió que el
famoso Capitán Crunch del artículo de Esquire no solo estaba vivito y coleando,
sino que iba a conceder una entrevista en la KKUP, una
radio local. Al parecer había descubierto casualmente que el silbato
infantil que Quaker Oats regalaba en sus cajas de cereales reproducía la
frecuencia exacta que Bell utilizaba para las llamadas de larga distancia
y así se podían hacer llamadas gratis. Jobs y Wozniak trataron de hacerle
llegar un mensaje al misterioso Capitán Crunch, pero no obtuvieron
respuesta hasta que, un buen día, un inquilino del campus se presentó en
la habitación de Woz para contarle en secreto que, cuando trabajaba en la KKUP
de Cupertino, se había cruzado con un tal John Draper, quien había
admitido ser el Capitán Crunch. Wozniak finalmente conoció a Draper en un
Burger King de Nueva York y le preguntó cómo podía estar seguro de que era
él. Su elocuente respuesta fue enseñarle su foto en
la portada del semanal Village Voice. Su amistad acababa de nacer. Un
día, mientras Jobs acompañaba a Wozniak a su casa de Los Altos a la una de
la madrugada, se les estropeó el coche y tuvieron que caminar hasta el taller
más cercano A falta de otra opción mejor, decidieron utilizar la caja azul para
telefonear a John Draper y pedirle que les fuera a buscar. En plena
llamada, un coche de policía se detuvo junto a ellos. «Pasamos mucho miedo
cuando la operadora contestó a la llamada y no sabíamos qué decir porque
aparecieron dos policías. A Steve le temblaba la mano con la que sostenía
la caja azul», recuerda Wozniak. «Por nuestro aspecto, los agentes
sospechaban que habíamos escondido droga entre los matorrales así que, en
cuanto se pusieron a buscar, Steve me pasó la caja azul y me la guardé en
un bolsillo del abrigo. Al cachearnos, la descubrieron. Nos
habían pillado con las manos en la masa, aunque, al preguntarnos
qué era, les expliqué que se trataba de un sintetizador de
música electrónica y que, al presionar los botones del teclado, se
obtenían sonidos. El otro se interesó por la utilidad del botón rojo (la
toma de línea) y Steve les contestó que era para la calibración. Les interesó
mucho la caja y se la quedaron. Nos llevaron hasta donde estaba aparcado
nuestro coche y nos sentamos en la parte de atrás, temblando. El policía que
iba en el asiento del copiloto se dio la vuelta para devolverme la caja
azul y nos dijo que un tal Moog (el inventor del sintetizador
del mismo nombre) se nos había adelantado. Steve le respondió que
había sido precisamente él quien nos había mandado los planos para
fabricarlo y se lo creyeron».
Aquella noche, Draper fue a recoger a
los chicos y, dos horas después, Wozniak se quedó dormido al volante y
sufrió un accidente en el que el peor parado fue su coche. Aquel episodio
nocturno hizo sonar las alarmas así que, con el miedo en el cuerpo, Jobs
decidió dejar de vender cajas azules, preocupado por las consecuencias legales,
mientras que Wozniak, decepcionado por haberse quedado sin coche y no
tener seguro, decidió que había llegado el momento de ponerse a buscar trabajo
y, a la vuelta de las vacaciones del verano de 1972, empezó a trabajar como programador en
Hewlett-Packard. Draper, sin embargo, tenía los días de libertad contados y
poco después el FBI le detuvo y acabó en la cárcel.
Terminado
el instituto, Jobs se mudó con su novia de entonces, Chris Ann Brennan, a
una casita de madera en las montañas de Santa Cruz. En aquella época probó
el LSD pero no volvió a hacerlo al comprobar que «de repente, los campos de
trigos se pusieron a tocar Bach»¹.
La adolescencia de Jobs llegaba a su fin y
desbordaba curiosidad. Aunque seguía sin estar seguro de qué camino tomar,
tenía claro que éste le llevaría al éxito: «un día, seré rico y famoso»,
le confesó a su novia. En aquella época, el Whole Earth Catalog, una revista contracultu-ral de
productos alternativos que permitía llevar una vida autosuficiente, dejó
de publicarse. Jobs sentía adoración por aquella publicación: «Era una
revista idealista con un montón de ideas geniales y aplicaciones
estupendas de cómo llevarlas a cabo». La contraportada del último número
llevaba una fotografía de una carretera rural con una frase superpuesta en
forma de despedida: «No perdáis el hambre ni la locura». La frase
se marcaría a fuego en la cabeza de Steve Jobs.
Toma de conciencia |
03 |
Daniel
Kottke, amigo de Jobs en la universidad, afirma que en aquella época era
muy diferente. «El Steve Jobs que yo conocí en Reed, era un chico
silencioso, de apariencia muy tímida. Era una persona intensa y profunda,
pero, sobre todo, un buen amigo que sabía ser generoso. Tenía un marcado
carácter altruista y estaba muy interesado en la filosofía y en la
espiritualidad. Nada hacía pensar que tuviera ambiciones. También era muy
reservado». Tal vez, el hijo de Paul y Clara Jobs se reconocía en la canción I just wasn't made for these times en la que Brian Wilson, líder de los Beach Boys, expresaba la
desgracia de sentirse adelantado para su época y tener la sensación de que
nunca conseguiría adaptarse:
«Sigo
buscando un lugar donde encaje y pueda expresar lo que siento.
Me
esfuerzo por encontrar personas que no se queden detrás. […]
No
logro encontrar nada a lo que pueda entregarme con todo mi ser».
Paradójicamente, el disco en el que se incluye esta canción (Pet Sounds, considerado como una de las obras maestras de la música
popular),
Veamos el vídeo: Just wasn't made for these times:
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